DIANA

Después de doce años de mal matrimonio y tres hijos, tomé la decisión de separarme. Cada vez que a mi marido le
planteaba el tema, decía que podía irme cuando quisiera, pero...sin los hijos. Un domingo, harta de sus amenazas y
de infructuosas promesas de cambios en su trato, bajo la protección policial, salí de mi hogar ¡con mis hijos! y...con
lo puesto.
Por un tiempo estuve en casa de mi hermana, en la que encontré más apoyo por parte de mi cuñado que de ella
misma. Sin que mediara un acuerdo tácito o palabras de sugerencias opté por cooperar haciendo la limpieza
completa de su casa, aún no me animaba a salir a la calle a buscar trabajo.
También acudí a la escuela de mis hijos, hablé con las profesoras para informar que los niños no asistirían a clases
por un tiempo, explicando solo a grandes rasgos la situación.
Mientras tanto; acudía al juzgado para asegurar la custodia de mis hijos. Ante la permanente amenaza de su padre,
de arrebatármelos por la fuerza, debía legalizar la situación, si no llegaba a lograrlo, me vería obligada a regresar con
él.
Llegó el día del comparendo en el juzgado de menores, la funcionaria me hizo pasar primero y me preguntó si estaba
segura de lo que estaba haciendo, solicitando la separación de hecho. No solo lo confirmé con un movimiento de
cabeza sino también con un seguro “si”, enseguida llamó a mi marido, lo hizo sentar a mi lado, le explicó mi
demanda y le preguntó:
- ¿Usted desea la separación de hecho?
- No señora, yo quiero a mi mujer y a mis hijos conmigo – la funcionaria me miró interrogante, dentro de mí se
producía un tumulto de sentimientos encontrados ¿Cómo lo digo? ¿Lo digo? ¿Digo otra razón?
Respiré profundo, dándome aliento, sola, yo sola, y dije por primera vez.
- El me golpea – lo dije modulando lento, claro, con tranquilidad, como si mis emociones estuvieran anuladas.
Se produjo un silencio, la funcionaria miraba sus papeles, no me atreví a mirar a mi marido, pero estoy cierta que
pensó que no sería capaz de decirlo, de otra forma me habría desmentido ¿Lo sorprendí?
Para una mujer que tiene escolaridad, una profesión, que se desenvuelve medianamente bien en cualquier ámbito,
que va casi de triunfadora por el mundo exterior, reconocer que es humillada por su esposo cuesta, cuesta mucho
develar la intimidad ante extraños, ante la familia, incluso ante sus propios ojos. Ambos sabíamos que no era la
primera vez, que decenas de veces había guardado silencio. ¿Por qué no hacerlo una vez más?
Ya estaba dicho, la funcionaria no hizo ningún otro esfuerzo para lograr una reconciliación. Menos mal porque yo
estaba hecha pedazos por dentro, pero en paz con mi conciencia, al fin había hablado.
Llegamos a un acuerdo en las pensiones alimenticias para los hijos, me cedió todos los muebles de la casa, a la
pregunta de la funcionaria si habría pensión para mí, él contestó que no. Yo, con un concepto de orgullo mal
interpretado e ignorante de las leyes, no insistí. Se fijaron las visitas, pidió un par de días al mes, él se iba de esa
ciudad.
Todo bajo control, segura de que mi marido estaba a mil kilómetros de distancia, y ya mis hijos yendo a clases,
empecé a buscar trabajo golpeando una y otra puerta. Acudí a un novio de mi juventud, cuando ambos éramos
solteros y estudiantes universitarios, él ahora dirigía un equipo de profesionales en el que yo podía encajar pero sólo
para determinados trabajos. Como forma de no desechar un trabajo esporádico que aumentara mis ingresos le dije
que si salía algo me llamara, yo vería la forma de arreglar mi horario en la eventualidad que llegara a encontrar algo
de tiempo permanente.
En todas partes me preguntaban por mis pretensiones de sueldo que siempre resultaban muy altas, llegó un
momento que opté por decir que solo tenía la enseñanza secundaria y que no tenía pretensiones de sueldo, con
treinta y siete años a cuesta no podía poner otra valla más. Por fin logré ocupar una vacante de vendedora en una
fábrica de conservas de una amiga, poca paga pero sumada a las pensiones de los hijos me permitía
independizarme y arrendar un pequeño departamento.
Pasado un par de meses recibí la llamada de mi antiguo novio, me dijo que había un proyecto en el que podía tomar
parte, salía un ingeniero a medir unas minas subterráneas y necesitaba un ayudante en terreno que posteriormente
hiciera los planos: mi especialidad.
Le pedí permiso a mi amiga para ausentarme por diez días sin perder el trabajo.  Dejé organizado que mi madre
viuda me ayudara ocupándose de mis hijos por ocho o diez días mientras yo estaba fuera de la ciudad, y un lunes
salí temprano de la casa, contenta.


En la puerta de la oficina me estaba esperando mi amigo y me presentó al ingeniero, Juan Peña, un tipo de unos
treinta años muy agradable, entre los tres organizamos el trabajo; luego llamó al chofer que nos llevaría, un hombre
apenas un par de años mayor que yo, desenvuelto, seguro de sí mismo. Nos despedimos del jefe y partimos.
Luego de un viaje de más de dos horas hacia el sureste de Antofagasta en el que ambos hombres trataron
infructuosamente de saber mi estado civil y cuál era mi relación con mi amigo, llegamos a Altamira, en pleno desierto
de Atacama. En toda esta zona se encuentran los yacimientos de cobre más grandes del país.
Los tres, nortinos de nacimiento, llevábamos la ropa adecuada para soportar las grandes diferencias de temperatura
que se producen entre el día y la noche, los mismos que provocan en las rocas unos procesos de quiebres llamados
diaclasas. Yo, además, llevaba toda una batería de cremas humectantes.
Nos bajamos de la camioneta y miré alrededor. Podré ver mil veces el paisaje desértico y siempre me parecerá
sobrecogedor. Esa gran extensión plana entre ambas cordilleras, hace que una se sienta pequeña e impotente ante
la vastedad. Este sector en particular, como en todos donde hay campamentos de pequeños mineros, está lleno de
perforaciones, como grandes pozos, uno para cada mina, que hacen no sólo la función de entrada y salida del
personal, sino que también a través de ellas se acarrea el mineral a la superficie.
Sobre cada perforación instalan un mecanismo para que dos mineros, apenas protegidos del inclemente sol por
unas telas raídas sujetas en unos postes, suban y bajen un gran balde. Este mismo balde donde caben hasta cuatro
personas de pie, usan los mineros para bajar al subsuelo. En otro viaje mandan las herramientas, palas, picotas,
carretillas; y el mismo es usado para enviar el mineral hacia la superficie a veces extraído hasta cincuenta metros de
profundidad.
profundidad.
carretillas; y el mismo es usado para enviar el mineral hacia la superficie a veces extraído hasta cincuenta metros de
profundidad.

La dura roca es esquiva para entregar sus riquezas por lo que es común el uso de dinamita; se establece una alerta
para que los otros concesionarios que están muy cerca salgan de las entrañas y se mantengan a una distancia
prudente.
Altamira era un campamento minero administrado por una empresa estatal; el estado habitualmente entrega a
concesión los terrenos para su explotación. Así, todos los pequeños mineros, agrupados en un solo campamento,
logran que sus costos sean más bajos; pagan en forma común todos los servicios que necesitan para poder trabajar.
Durante los períodos de buen precio del cobre aumentan las extracciones, y es entonces cuando se producen bajo
tierra verdaderos laberintos de topos. Nuestro trabajo consistirá en medir esas cámaras subterráneas y las
direcciones de las galerías para que no se produzcan derrumbes no programados y se respete el área originalmente
concesionada sin invadir el terreno de otro.
El ingeniero se acercó a las personas encargadas de la administración del campamento para informar de nuestras
actividades y, además para que dieran aviso a todos y pedirles que nos dieran las necesarias facilidades de acceso
a cada una de las veintidós minas.


Estábamos almorzando en una barraca destinada a comedor cuando se acercó el administrador.
- Tenemos una barraca desocupada que les puede servir de dormitorio – le dijo al ingeniero – Sin camarotes.
- Gracias, ahí nos arreglaremos con nuestras colchonetas.
- Tiene dos cuartos que les pueden servir de dormitorio – dijo dirigiéndose a mí, enseguida extendió un croquis con
unos puntos numerados, era una posición somera de las perforaciones en la superficie – aquí está el listado de las
minas – se lo entregó al ingeniero.
- Cuento diecisiete.
- A las otras no podrán entrar – aclaró la garganta y continuó – la señora no puede entrar a las otras, los mineros se
oponen.
- Debemos medir todas las minas y la señora es mi ayudante – alegó el ingeniero enfáticamente.
- Le pongo dos ayudantes, la señora no entrará – se le notaba impaciente.
- La señora sabe hacer su trabajo – porfiaba Juan, a mi me ignoraban.
- Entran sin la señora o no las mide ¿Entiende? – estaba brusco.
Yo preparé mi voz más suave y con una dulce sonrisa le pregunté:
- ¿Entre estas cinco minas está la suya?
- No señora, a las de mis hijos también puede entrar, nosotros no somos supersticiosos – había desaparecido su
ceño fruncido. Por unos segundos todos guardamos silencio, estábamos pensando en una solución, ella vino del
mismo administrador:
- El sábado por la tarde bajan todos los mineros al puerto, pueden hacerlo el domingo- y ahora sonriendo por primera
vez – serán reservados. Señora, ellos creen que la veta se pierde – lo decía disculpándose.
Dimos por terminada la conversación con una sonrisa de complicidad.
Dejamos nuestro equipaje en la barraca. Les pregunté si les molestaba que durmiera en la misma pieza que ellos -
me dijeron que no - para sentirme protegida instalé mi colchoneta entre el chofer y el ingeniero. Afuera había
alrededor de un centenar de hombres. También les pedí que ambos montaran guardia en la puerta de la improvisada
ducha cuando la ocupara. Me divertía hacerles creer que era la amante del jefe, así evitaría asedios.
Sin contratiempos, trabajamos durante toda la semana, avanzando a buen ritmo.
Llegó el domingo y entramos sólo Juan y yo a las minas para que desde afuera el chofer operara el sistema
mecánico que hace bajar y subir el balde.
Cuando estábamos listos para bajar ya a la última mina, el chofer nos comentó que hacía un rato le había parecido
escuchar un silbido parecido al que le daba Juan para avisar que nos subiera. Cruzamos una mirada nerviosa,
miramos a nuestro alrededor pero no vimos a nadie, nos daba tranquilidad el hecho que el balde permaneciera
abajo listo para ser abordado y el chofer atento a subirnos rápidamente.
abajo listo para ser abordado y el chofer atento a subirnos rápidamente.
escuchar un silbido parecido al que le daba Juan para avisar que nos subiera. Cruzamos una mirada nerviosa,
miramos a nuestro alrededor pero no vimos a nadie, nos daba tranquilidad el hecho que el balde permaneciera
abajo listo para ser abordado y el chofer atento a subirnos rápidamente.

Al llegar al piso de la mina nos salimos del balde, sacamos el equipo y comenzamos el trabajo de mensura
alumbrados por linternas individuales, sabíamos que los mineros habían sacado las lámparas de los escasos
pilares que sustentaban el techo.
Esta mina constaba de una galería, con una sola dirección, cuyos primeros veinte metros eran como un túnel de
unos tres metros de altura y otros tantos de ancho, luego se ampliaba formando una gran cámara y se extendía por
unos cuarenta metros más.
Juan se instaló con el instrumento de medición a unos quince metros de la entrada, yo avancé con la regleta hasta el
fondo. Llevábamos unos veinte minutos trabajando cuando escuchamos el ruido de una explosión, al segundo, otro
ruido, espantoso como el de una ola gigantesca que viene aumentando de tamaño y velocidad para estallar en las
rocas y romperse violentamente; romperse con una lluvia de piedras, una nube de polvo y el desmoronamiento de
partes del techo y las murallas de la mina.
Guiándome por mi sentido de orientación avancé hacia Juan y hacia la salida, mientras las piedras golpeaban mi
casco y mis hombros, me apegué a la muralla, buscando no sé si protección o para asegurarme que avanzaba en el
sentido correcto, mientras mis pasos eran obstaculizados por rocas de diferentes tamaños hasta quedar
imposibilitada de seguir avanzando ya sin aire ni visibilidad. Me tapé la nariz y la boca haciendo un filtro con las
manos y me mantuve de pie apoyada en la muralla esperando que el polvo se asentara.
Llamé a Juan y la voz no me salió, carraspeé y no tenía saliva, con dificultad moví la lengua tratando de humedecer la
boca, cuando lo logré grité nuevamente y salió el sonido para producir otro derrumbe, más débil esta vez. Me esforcé
para escuchar por sobre ese ruido alguna voz que me contestara, tomé la linterna que colgaba de mi cuello y empecé
a alumbrar hacia la salida.
Tuve una visión que hizo que mi corazón latiera, junto con mis sienes y mis oídos, como un bum-bum que no me
dejaba razonar o aceptar la situación en que me encontraba. El derrumbe me había cerrado el paso hacia la salida,
que yo calculaba a una distancia de menos de veinte metros. La gran cámara ahora era pequeña y estaba sola.
- Conchemimadre – me sonó más a lamento que a blasfemia.


Las piernas me tiemblan, tanto, que debo ponerme de rodillas; tampoco, no puedo sostenerme, me sentaré. Vuelvo a
alumbrar mi entorno, espero que de pronto aparezca el ingeniero, nada, profundo silencio roto de vez en cuando por
algún guijarro que aún no se asienta y que sólo provoca que mi corazón lata más rápido.
No puedo razonar, miles de ideas cruzan por mi cabeza ¿Estará el ingeniero debajo de ese montón de rocas y tierra?
¿Debo excavar para sacarlo? por lo menos ya no estaría sola.
Estoy llorando y debo ser muy superficial porque pienso que seguramente tengo la cara llena de tierra y que las
lágrimas harán surcos. Aprovecho de limpiar mi cara, paso mis manos por el pantalón para secarlas. Me siento
ridícula, como si no fuera yo la que está aquí, enterrada viva.
Tengo el pantalón mojado en la entrepierna ¿En qué momento me oriné? ¿Moriré?
Tengo deseos de gritar llamando al chofer, me siento tan sola, mierda ¿Por qué tengo que estar acá? mamita mía,
tengo tanto miedo. Me caen las lágrimas de nuevo, es llanto, son verdaderos estertores, no me puedo ni las manos.
¿Qué debo hacer para vivir? A mis hijos los va a criar su padre, no puedo negar que el hombre es buen padre y me
consuela saberlo, mi mamá recién viuda ¡cómo va a sufrir! Justo ahora, cuando después de doce años me deshago
del yugo...
Tengo que pensar, pensar en cómo sobrevivir, haré lo que esté de mi parte para estar viva, porque me tienen que
sacar, nos tienen que sacar. El chofer debe estar arriba, tiene que haber escuchado las explosiones, él dijo que le
pareció escuchar a unos mineros, claro, los que pusieron los tiros y que seguramente están más enterrados que yo
¿Se habrá hundido el chofer?
Respiro profundo, una vez y otra, para relajarme y razonar. No, debo contar los metros cúbicos de aire de que
dispongo y calcular cuánto consumo cada vez que respiro. No debo respirar tan profundo.
Alumbro mi reloj, es la una y media de la tarde ¿Cuánto tiempo ha pasado? Recuerdo que al entrar al balde miré la
hora y eran las doce y cuarto ¿Llevaré media hora ya?
Cuando uno empieza a bajar por la perforación, está marcado con grandes caracteres en rojo el nombre de la mina y
la profundidad del pozo, y yo lo anotaba inmediatamente al bajar del balde. Busco mi libreta ¡Está en mi bolsillo! leo,
Diana - dieciocho metros, también encuentro mis cigarrillos y el encendedor, fumar sí que sería muy tonto de mi parte.
Con la libreta apretada entre mis manos, como si por osmosis pudiera recordar, pienso en qué mina habrán puesto
los tiros de dinamita, no se me ocurre. Trato de recordar cómo son las minas que están al lado de ésta.
Estoy apoyada en el muro este, el derrumbe vino del oeste, esa mina marcaba veinte metros, pero la galería era más
alta, tenía mínimo ocho metros ¿Seis? ¿Equivocaré la mina? ¿El chofer se habrá hundido? nuevamente la pregunta.
Apagaré la linterna para no gastar batería, cierro los ojos, da lo mismo, no veo ni mis manos, no escucho ningún
ruido que pueda parecer que están excavando para sacarme o sacarnos,
Sigo quieta y calculo una y otra vez el aire porque pierdo la cuenta, me canso.
Creo que voy a morir. Tengo mucha pena, tengo pena de mí, tanto huevear para terminar botada donde el diablo
perdió el poncho. Cresta de vida.
Me rindo.
Decido recordar mi feliz infancia, si voy a morir que sea con lindos recuerdos.
Si hasta me parece ver el jardín de la casa de mis padres, a la Esperanza, ¡bah! ¡Qué nombre! El jardinero ¿Cómo se
llamaba? ¡Marambio! nunca supe su nombre, tampoco el apellido de la Esperanza ¿Y el chofer? Sonrisal le decía mi
hermana, por la cara siempre seria que tenía, parece que nunca supe su nombre, yo solo le decía usted, ellos me
decían señorita.
Siempre estuve más próxima a la empleada que realizaba los quehaceres de la casa, al jardinero y al chofer, que a
mis padres o a mi hermana. Esta libertad me permitió derrochar sin control mi existencia, mi imaginación y soñar con
grandes hazañas. Jugaba en el jardín creando surcos de agua o caminos, cazaba abejas, mataba hormigas, trepaba
por el granado o las higueras.
Cuando me llegó la menstruación, bastante tiempo después que a mis amigas, faltó poco para que me aplaudieran,
nunca tuve claro a qué se debió tanta alegría, tal vez a que estaría más tiempo dentro de la casa leyendo enormes
novelas, en las que siempre me creía la protagonista.
Mi primera experiencia sexual también fue tardía, casi a los diecinueve años; cuando ya la totalidad de mis amigas
eran expertas yo recién me iniciaba con el hombre que escogí, acertadamente, para esa gran aventura, aventura que
duró casi un par de años y en la que por primera vez me mostré menos infiel de lo que yo misma esperaba. El, si, el
jefe de este trabajo.
Difícilmente ese noviazgo podía desencadenar en un matrimonio ya que no era mi meta y la relación se fue
desgastando en la misma medida en que me preocupaba por terminar mis estudios de dibujante.
Mi matrimonio llegó como por obligación. Mi novio del momento, aparentemente, era el único entusiasmado con la
idea. Más bien fue una imposición que yo me hice al quedar embarazada y no optar por el aborto, alternativa que me
ofreció mi padre sin mayores cuestionamientos.
A pesar de mis alegatos para evitar tener nuevos embarazos solamente podía tomar anticonceptivos orales a pesar
de los efectos colaterales que tenía que soportar. No podía ligarme las trompas sin el consentimiento de mi marido,
la ley lo prohibía.
Hasta que por fin, debo agradecer, unos quistes ováricos me obligaron a una operación que los médicos combinaron
con la esterilización. Tenía tres hijos varones de los que me siento orgullosa y a quienes no pienso dejar sin madre.
Sus recuerdos, añadidos a toda mi lucha para quedarme con la custodia, me dan fuerzas para seguir respirando lo
mínimo, esperando el tiempo que sea necesario para que me rescaten.
Ahora aquí sentada, bajo toneladas de tierra, me doy cuenta que mi esposo percibía que mi forma de ser, procurando
una paridad con él, venía de mi infancia y por eso siempre descalificaba a mis padres, mis opiniones y mis ideas. Yo
debía ser copia fiel de lo que eran su madre, sus hermanas o sus tías, todas mujeres dedicadas a servir al marido
como prioridad de vida.
Poco se puede hacer por cambiar la mentalidad de una mujer cuando ha sido educada para ser una igual con los
hombres; por mucho empeño que una le ponga, esta actitud sólo es una actuación que tarde o temprano debe
terminar.
Tengo frío, estoy temblando nuevamente, enciendo la linterna para ver la hora, las tres de la tarde, afuera deben
haber treinta y cinco grados de temperatura.
Seguramente están todos muertos, mañana llegarán ¿O llegarán hoy en la noche? No, claro que no, aprovecharán
hasta el último momento para estar en sus hogares, seguramente saldrán mañana al amanecer.
Trataré de no dormir, así duermo toda la noche y no se me hace tan larga.
Estoy cansada hasta de pensar, creo que me estoy adormeciendo. Estiro las piernas y los brazos, me hago masajes,
me levantaré un rato, lentamente, estoy entumecida, siento frío. Me muevo un rato, camino, estoy mareada. Me siento,
apoyo la espalda en la roca.


¡Un ruido! ¿Se derrumba todo? No, no es nuevo derrumbe, al fin el ruido esperado, están rescatándome o
rescatándonos, pero el movimiento de tierra no viene desde el acceso, o lo que yo creo que es el acceso, viene por
mi izquierda.
Parece que el tiempo no transcurre, sigue el ruido, es un motor, ahora lo escucho más nítido, parece una excavadora,
se acerca y se aleja, la imagino cargando la tierra con su cuchara para luego alejarse y depositarla, para regresar
nuevamente.
Esto durará horas, debo permanecer sin agitarme y con el mismo ritmo de respiración.
El ruido del motor es cada vez más cercano.
Nuevos pequeños desmoronamientos, pero el ruido está aquí mismo ¿Me llaman? Enciendo mi linterna, no veo a
nadie. Está tan cerca el ruido, pero es detrás de mí ¿Cómo avisarles que estoy aquí? Grito avisando mi posición. El
ruido se detiene. Grito más fuerte aún, caen piedrecillas, no me importa, vuelvo a gritar, con todas mis fuerzas, caen
más piedras.

Se inicia el ruido del motor, cambió de posición, siempre he tenido buen oído, ubico fácilmente el origen del ruido,
recuerdo que cuando adolescente me gustaba jugar adivinando la marca del auto según el ruido de su motor y si
aparecería por la izquierda o la derecha, siempre acertaba.
Y ya veo la pala mecánica. Estoy viva y soy libre. Alumbro mi reloj, han pasado siete horas.
Poco a poco se ilumina la cámara, es el atardecer, empiezo a subir por las laderas abiertas, Juan junto a dos
mineros bajan a ayudarme, son quince metros, tal vez más, que me separan de la segura superficie, miro a quién
opera la máquina y es nuestro chofer, éste no es Sonrisal, éste sonríe mostrando sus albos dientes.
- Solamente atiné a correr hacia el balde – se disculpa Juan al llegar a mi lado a tomar mi brazo y ponerme una
chaqueta.
- Yo habría hecho exactamente lo mismo, estamos vivos y eso basta – para qué le voy a contar que pensé que debía
excavar por si estaba enterrado y que mi instinto de supervivencia y el desamparo de mis hijos primaron antes que
cualquier acto heroico – La libreta con los apuntes está en mi bolsillo – le digo sonriendo – no perdimos ninguna
información.
Era una broma ya que esa mina, junto a otra más, la del oeste, desapareció.
Tres mineros decidieron usar el domingo, aprovechando que no habría trabajadores en las minas vecinas, para crear
un nuevo nivel, más cerca de la superficie. La carga de dinamita en los disparos fue mayor que la necesaria y
además las perforaciones para instalar los tiros se hicieron demasiado profundas produciendo una gran zona de
colapso, un hundimiento de oeste a este en la superficie, que por otra parte facilitó no sólo mi rescate sino también el
de los tres mineros.
Me voy a la ducha y siento con placer el agua correr por mi cuerpo, por mi cara, la dejo entrar a mis orejas, a mi nariz,
a mi garganta, a mis ojos, descubro que tengo hambre y me siento tan omnipotente que creo que moriré cien años.
Ha sido una gran aventura que contaré a mis hijos cuando sean mayores.
- ¿Seguiremos trabajando? – me pregunta Juan cuando me reúno con ellos.
- Claro – respondo entusiasmada - ¿Les parece si después de la cena nos vamos a Taltal y mañana salimos a la
mina Humberto? Mañana más de alguien dirá que no fue la inoperancia de los explosivistas la causa del derrumbe
sino mi presencia y no tengo deseos de escuchar estupideces.
Ambos asienten.
- ¿Se enojará el jefe? – me pregunta el ingeniero, doy por supuesto que se refiere al hecho de haberme expuesto a
un accidente.
- Dejemos que se entere por los periódicos. Cuando lleguemos a Taltal lo llamaremos por teléfono para avisarle que
estamos listos con Altamira -Estoy eufórica, quiero seguir hablando, pero Juan me hace callar, están transmitiendo
un extra noticioso por la radio, mientras esta noche viajamos atravesando el desierto, escuchamos que se inicia la
guerra del Golfo Pérsico, en un lugar casi antípoda. Es el verano de mil novecientos noventa y uno. ***